martes, 8 de febrero de 2011

Berta

Berta era más bien tonta, a pesar de que su madre gritaba a los cuatro vientos “si vieras cómo lee la nena, es de las mejores de su clase, nunca tuve que revisarle un deber.”

El padre sentenció una tarde en que la niña escuchaba sin ser observada: “Es demasiado buena, se enamorará del primer hijoeputa que le diga que tiene ojos bonitos”, dicho y hecho ‐profecía paterna‐ se sigue enamorando de cualquier pendejo.

El ligero sobrepeso que sostuvo a base de dietas, pastillas, ejercicios, vómitos y laxantes, durante la adolescencia, tomó proporciones titánicas en la adultez, pero nunca pareció ser barrera para que aprendiera en teoría y práctica las 187 posees del ejemplar del Kamasutra que encontró empolvado en la librera a los quince años.

Al principio, selectiva al escoger con quien ponerlas en práctica, pero entre que agarró confianza y que se corrió la voz, la lista de copulantes llegó a darle cierta angustia.

Las frases “no quiero” o “no puedo”, no formaron parte de su vocabulario hasta varios años, amantes, hijos y abortos más tarde.

No pertenecer era lo normal, cambiaba de país y casa más seguido de lo que se cambian sábanas en algunos hoteles de la calzada Roosevelt.

Nunca hizo amigos muy profundos, sabía que al igual que sus juguetes, pronto habría que dejarlos de nuevo.

Defensora de los nerds, feos, pobres y huecos.

La recuerdo con nostalgia, aunque prefiero a la mujer en que se convirtió años más tarde, a ésta lo único que le quitaría seria un poco de miedo.

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